MÁS POESÍA HERMOSA
ALGUIEN
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la
muerte
(las pruebas de la muerte son
estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del
agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha
abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el
presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la
calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios
disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que
tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre
seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
(Jorge
Luis Borges)
CANCIÓN
DE LA VIDA PROFUNDA
El hombre es una cosa vana, variable y
ondeante...
MONTAIGNE
Hay días en que somos tan móviles, tan
móviles,
como las leves briznas al viento y al
azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos
sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta
como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles,
tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de
pasión:
bajo el influjo próvido de
espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de
ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos,
tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro
pedernal:
la noche nos sorprende, con sus
profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y
el Mal.
Y hay días en que somos tan plácidos,
tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de
zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un
pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen
sonreír.
Y hay días en que somos tan lúbricos,
tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la
mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un
seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a
estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres,
tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto
del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor
del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede
consolar.
Mas hay también ¡Oh Tierra! un día...
un día... un día...
en que levamos anclas para jamás
volver...
Un día en que discurren vientos
ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede
retener!
(Porfirio
Barba Jacob)
ELEGÍA
DE UN AZUL IMPOSIBLE
¡Oh sombra vaga, oh sombra de mi
primera novia!
Era como el convólvulo —la flor de los
crepúsculos—,
y era como las teresitas: azul
crepuscular.
Nuestro amor semejaba paloma de la
aldea,
grato a todos los ojos y a todo
familiar.
En aquel pueblo, olían las brisas a
azahar.
Aún bañan, como a lampos, mi recuerdo:
su cabellera rubia en el balcón,
su linda hermana Julia,
mi melodía incierta... y un lirio que
me dio...
y una noche de lágrimas...
y una noche de estrellas
fulgiendo en esas lágrimas en que
moría yo...
Francisco, hermano de ellas,
Juan-de-Dios y Ricardo
amaban con mi amor las músicas del
río;
las noches blancas, ceñidas de
luceros;
las noches negras, negras, ardidas de
cocuyos;
el son de las guitarras,
y, entre quimeras blondas, el azahar
volando...
Todos teníamos novia
y un lucero en el alba diáfana de las
ideas.
La Muerte horrible —¡un tajo
silencioso!—
tronchó la espiga en que granaba mi
alegría:
¡murió mi madre!... La cabellera rubia
de Teresa
me iluminaba el llanto.
Después... la vida... el tiempo... el
mundo,
¡y al fin, mi amor desfalleció como un
convólvulo!
No ha mucho, una mañana, trajéronme
una carta.
¡Era de Juan-de-Dios! Un poco acerba,
ingenua, virilmente resignada:
refería querellas
del pueblo, de mi casa, de un amigo:
Se casó; ya está viejo y con seis
hijos...
La vida es triste y dura; sin embargo,
se va viviendo... Ha muerto mucha
gente:
Don David... don Gregorio... Hay un
colegio
y hay toda una generación nueva.
Como cuando te fuiste, hace veinte
años,
en este pueblo aún huelen las brisas a
azahar...
¡Oh Amor! Tu emblema sea el
convólvulo,
la flor de los crepúsculos!
(Porfirio
Barba Jacob)
EL
CORAZÓN REBOSANTE
El alma traigo ebria de aroma de
rosales
y del temblor extraño que dejan los
caminos...
A la luz de la luna las vacas
maternales
dirigen tras mi sombra sus ojos
opalinos.
Pasan con sencillez hacia la cumbre,
rumiando simplemente las hierbas del
vallado;
o bien bajo los árboles con clara
mansedumbre
se aduermen al arrullo del aire
sosegado.
Y en la quietud augusta de la noche
mirífica,
como sutil caricia de trémulos
pinceles,
del cielo florecido la claridad
magnífica
fluye sobre la albura de sus lustrosas
pieles.
Y yo discurro en paz, y solamente
pienso
en la virtud sencilla que mi razón
impetra;
hasta que, en elación el ánimo
suspenso,
gozo la sencillez que viene y me
penetra.
Sencillez de las bestias sin culpa y
sin resabio;
sencillez de las aguas que apuran su
corriente;
sencillez de los árboles... ¡Todo
sencillo y sabio,
Señor, y todo justo, y sobrio, y
reverente!
Cruzando las campiñas, tiemblo bajo la
gracia
de esta bondad augusta que me llena...
¡Oh dulzura de mieles! ¡Oh grito de
eficacia!
¡Oh manos que vertisteis en mi
espíritu
la sagrada emoción de la noche serena!
Como el varón que sabe la voz de las
mujeres
en celo, temblorosas cuando al amor
incitan,
yo sé la plenitud en que todos los
seres
viven de su virtud, y nada solicitan.
Para seguir viviendo la vida que me
resta
haced mi voluntad templada, y fuerte y
noble,
oh virginales cedros de lírica
floresta,
oh próvidas campiñas, oh generoso
roble.
Y haced mi corazón fuerte como
vosotros
del monte en la frecuencia.
Oh dulces animales que, no sabiendo
nada,
bajo la carne sabéis la antigua
ciencia
de estar oyendo siempre la soledad
sagrada.
(Porfirio
Barba Jacob)
RIMA
LXI
Melodía.
Es muy triste morir joven, y no contar
con una sola lágrima de mujer]
Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral)
una oración, al oírla,
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
quién se acordará?
(Gustavo
Adolfo Bécquer)
AL
HIJO
No soy yo quien te engendra. Son los
muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
son los que un largo dédalo de amores
trazaron desde Adán y los desiertos
de Caín y de Abel, en una aurora
tan antigua que ya es mitología,
y llegan, sangre y médula, a este día
del porvenir, en que te engendro
ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
y, entre nosotros, tú y los venideros
hijos que has de engendrar. Los
postrimeros
y los del rojo Adán. Soy esos otros,
también. La eternidad está en las
cosas
del tiempo, que son formas presurosas.
(Jorge
Luis Borges)
UN
PATIO
Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del
patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la
casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada
de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un
aljibe.
(Jorge
Luis Borges)